Los indicadores demográficos en la Argentina muestran una caída sostenida en la natalidad en los últimos años1. Este fenómeno, sumado al aumento en la esperanza de vida, ha generado inquietud tanto en la sociedad como en los medios de comunicación2. Resulta llamativo que, hace apenas una década, la preocupación era el crecimiento descontrolado de la población, y hoy, en un giro de 180 grados, se alerta por la disminución de nacimientos.

Estamos atravesando una transición demográfica que, lejos de ser reciente, tiene raíces históricas. Desde siempre, las mujeres han intentado limitar la cantidad de hijos, y las familias, reducir su tamaño3. La llamada “tasa de reposición” –nacimientos necesarios para mantener estable la población–, establecida en 2,1 hijos por mujer en edad fértil, ya ha sido cuestionada por organismos como la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA)4. Cuando esta tasa cae, disminuye la población joven y crece el número de personas mayores, afectando múltiples dimensiones: economía, mercado laboral, salud, educación, medioambiente y sostenibilidad social.

Este cambio, que Europa experimentó hace más de un siglo, Estados Unidos a mediados del siglo XX y América Latina en décadas recientes5, no debería generar alarma, sino impulsar políticas públicas innovadoras. El gran desafío será diseñar sistemas previsionales equitativos y sustentables6. Pensar que estos cambios pueden resolverse incentivando a las mujeres a tener más hijos refleja una visión reduccionista e inaceptable.

Desde la bioética se pueden aportar herramientas que respeten la autonomía individual, evitando medidas coercitivas. No se trata solo de políticas reproductivas: debemos considerar también la justicia intergeneracional. En sociedades modernas, el derecho a decidir sobre la propia reproducción es central: implica poder elegir si tener hijos, cuándo y cuántos, y acceder a servicios de salud sexual y reproductiva, incluido el aborto seguro y legal. Convertir a las mujeres en herramientas demográficas es negarles su condición de sujetos de derechos.

Si bien es cierto que muchas parejas citan razones económicas para no tener hijos, los incentivos fiscales han fracasado en diversos países7. Desde la perspectiva de la sostenibilidad, también es necesario considerar el impacto ambiental: no es lo mismo nacer en una megaciudad industrializada que en el África subsahariana8. Las políticas natalistas mal diseñadas pueden profundizar desigualdades y dañar al planeta.

En este contexto, los adultos mayores han sido también foco de debate. La baja natalidad los afecta emocionalmente, pero también redefine su rol en la familia. Hoy, más del 57% de los hogares en la Argentina no convive con niños o adolescentes, frente al 44% de hace tres décadas9. Además, el 12% de la población tiene más de 60 años, y muchos no llegarán a tener nietos. La figura del “abuelo funcional” está siendo reemplazada por nuevos modelos familiares.

El cuidado de las personas mayores, históricamente en manos de hijos y nietos –especialmente mujeres–, debe repensarse. Las redes de contención familiar se debilitan, mientras que las personas mayores reclaman tiempo libre y proyectos propios. Es fundamental que el Estado cree espacios de participación, aprendizaje y bienestar para las personas mayores. Además, la virtualidad y la movilidad geográfica han transformado la manera de construir vínculos afectivos. En países como Japón o el Reino Unido ya existen instituciones dedicadas a combatir la soledad, considerada una pandemia contemporánea.

El debate sobre los sistemas de pensiones y jubilaciones no puede reducirse a la necesidad de tener más hijos. Con más del 50% de los trabajos en la informalidad y un futuro donde el empleo será escaso, pensar que los jóvenes financiarán a los mayores resulta utópico. La visión economicista que plantea la necesidad de jóvenes para sostener a los viejos es simplista. En lugar de lamentar la longevidad, deberíamos celebrarla como un logro social. Hoy, una persona de 70 años tiene capacidades comparables a quienes tenían 53 hace dos décadas10.

La solución no está en revertir derechos reproductivos, sino en pensar políticas más amplias: licencias parentales inclusivas, sistemas de cuidado accesibles, educación de calidad y tecnologías que impulsen nuevas formas de sostenibilidad.

En definitiva, debemos construir una sociedad que respete la libertad individual, promueva la equidad intergeneracional y abrace la diversidad familiar. Los desafíos actuales son económicos, sociales y ambientales. Necesitamos políticas que respondan a esta nueva realidad sin retroceder en derechos conquistados.