En las últimas décadas hemos presenciado un notable aumento en la tasa de cesáreas en el ámbito global. En la Argentina, en algunos centros privados superan el 60-70% y en hospitales públicos rondan el 30-40%. Este fenómeno ha motivado un amplio debate sobre sus causas y ha puesto sobre la mesa una pregunta ética, médica y social: ¿Puede una persona gestante sin indicación médica exigir una cesárea electiva? ¿Cuál es el papel del profesional frente a este pedido?.
La situación –una gestante de bajo riesgo que solicita una cesárea argumentando temor y necesidad de control– es cada vez más frecuente. Se apela a la autonomía como principio rector de la Bioética contemporánea. Pero la autonomía no puede entenderse como un derecho absoluto, desligado de otros principios como la beneficencia, la no maleficencia y la justicia. Tampoco puede interpretarse como simple autodeterminación sin el deber de informar con claridad y velar por el bienestar de dos pacientes: madre e hijo.
La cesárea es, sin duda, una herramienta extraordinaria que salva millones de vidas cuando existe una indicación médica precisa. Fuera de ese contexto, es una cirugía mayor, con mayores riesgos para la salud materna y neonatal.
Desde el punto de vista fisiológico, el parto vaginal permite una transición natural del feto a la vida extrauterina. Mejora la adaptación respiratoria, facilita el contacto temprano piel a piel, favorece la lactancia inmediata y permite una colonización bacteriana beneficiosa para el desarrollo inmunológico del recién nacido.
No se trata de imponer el parto vaginal. Se trata de acompañar, informar, contener, empoderar a la mujer en el proceso. Una paciente con temor merece escucha, educación y cuidado. La respuesta no debe ser quirúrgica, sino humana. Derivar a un equipo interdisciplinario, ofrecer preparación emocional y tratar de convertir el miedo en confianza.
Aceptar una cesárea sin indicación médica implica, desde mi perspectiva, una claudicación del papel médico. Nuestra responsabilidad es ofrecer lo que la evidencia indica como lo mejor para la salud de nuestros pacientes, aunque eso implique sostener una posición impopular.
Algunos sostienen que negarse puede dañar la relación médico-paciente. Pero no hay relación verdadera si está basada en la complacencia o el miedo al conflicto. La relación madura se construye sobre respeto, claridad y compromiso con el bien del otro. También debemos considerar las consecuencias en el sistema de salud. El exceso de cesáreas aumenta costos, complicaciones y sienta precedentes que condicionan la práctica médica. ¿Qué ocurre si esa paciente sufre una complicación evitable? ¿Quién asume la responsabilidad?.
Una guía fundamental en este debate es la de la Federación Internacional de Ginecología y Obstetricia (FIGO), que establece criterios claros para abordar solicitudes de cesárea sin indicación médica. Lejos de un enfoque paternalista, propone un modelo de diálogo informado donde el profesional tiene un papel activo en la orientación basada en evidencia.
FIGO recomienda explorar los motivos de la solicitud con empatía y brindar información clara sobre los beneficios del parto vaginal y los riesgos de una cesárea innecesaria. Si, tras este proceso, la petición persiste, puede ser éticamente admisible realizar la cesárea.
Esta postura institucional respalda la convicción de que el acto médico no se reduce a satisfacer un pedido subjetivo, sino a acompañar a la mujer en un camino que privilegie su salud, la del niño y el sentido profundo del nacimiento.
En síntesis, el pedido de cesárea sin indicación médica debe ser recibido con respeto, pero también con responsabilidad profesional. Nuestra función es ayudar a las mujeres a parir, no a operarse innecesariamente. La autonomía bien entendida se construye sobre el conocimiento, no sobre el miedo.
La cesárea sin indicación médica aumenta riesgos importantes para la madre y el bebé, tanto a corto como a largo plazo. El parto vaginal, en embarazos de bajo riesgo, sigue siendo la forma más segura y beneficiosa de nacer.